CUESTIÓN DE GRADOS
Su postura era más cómoda que la adoptada en
aquellas incómodas hamacas clavadas en la arena; ángulo perfecto de noventa
grados entre el tronco y la parte superior de las piernas.
Los veinte grados de aquella cabina le
proporcionaban una leve sensación de placidez, pues funcionaba de escudo frente
a la indolente fuerza de aquel sol de agosto.
El polvo seco flotaba en el aire como el
diente de león para, a continuación, caer ligero y descansar en su ropa
arrugada. Al menos no se pegaba en sus pies, como aquella arena de playa que se
adhería a todo lo húmedo.
En el horizonte, pequeñas ráfagas de viento
troquelaban ondas que se acercaban a él como olas de espuma amarilla. Al
instante, morían. Cuando la cuchilla seca de la cosechadora las engullía con su
pérfido rulo tragante.
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