CUENTO DESCORAZONADO
Hubo una vez un corazón que pudo ser grande.
Tan grande como el universo.
Pero le faltaron caricias que le volvieran
la piel de terciopelo.
Por eso se tornó áspero y duro. Muy duro.
Cuando llegó la desolación
no encontró hombros sobre los que llorar.
Hombros que, como tierra seca,
absorbieran sus penas.
Así que se ahogaba en su angustia
tornándose tosco y desabrido.
No hubo almas que, como redes,
le sostuvieran los
miedos
y se creó un vestido a medida con ellos.
No saltó nunca al vacío.
Le faltó aliento que, como llama viva,
le elevara hasta el cielo.
Más no hubo viento a favor
Así que no tuvo noticias de ilusiones.
Cargó el peso de la culpa, pues no hubo
palabras dulces que aligerasen su viaje.
Es por ello que nunca se perdonó.
No halló puertas abiertas, sí barreras
infranqueables
Por eso no aprendió a volar.
Un día se percató de que le faltaba oxígeno
Se asfixiaba.
Se consumía más y más,
haciéndose cada día más pequeño.
Y así se quedó: minúsculo, apenas perceptible.
Si un día lo ves perdido y desamparado, ayúdalo.
Lo reconocerás porque es pequeño, rígido y hosco.
Ofrécele calor para ablandarlo, empápalo de vida
Y sujétalo fuerte mientras le invitas a volar de tu mano.
Quizás el aire lo asfixie y el calor lo abrase.
Quizás el vértigo le quiebre las alas.
Quizás prefiera proseguir su viaje hacia la nada.
Alicia Fernández